Hosni Mubarak, un inamovible líder que gobernó Egipto durante casi 30 años, finalmente se encontró con una fuerza irresistible: su propio pueblo.
En un par de lacónicas oraciones, su vicepresidente, Omar Suleiman, declaró el viernes que el líder de 82 años había renunciado, 18 días después del inicio de las masivas protestas contra su Gobierno.
Egipto estalló en júbilo, en una abierta humillación para un hombre que siempre se presentó como una figura paterna benigna e incansable que protegía la estabilidad de su país y trabajaba para el bienestar de su pueblo.
Su caída, bajo una feroz presión de manifestantes pro democráticos en todo Egipto, aparentemente fue orquestada por el Ejército después de que perdió la confianza en su capacidad de resistir al movimiento.
El ex jefe de la fuerza aérea, que según funcionarios viajó al centro del Mar Rojo Sharm el-Sheikh con su familia más temprano, había prometido no huir de Egipto y "morir en su tierra".
En muchos aspectos, su caída tiene muchas similitudes con la del ex presidente tunecino Zine al-Abidine Ben Ali, que escapó de su país el mes pasado, aparentemente luego de que su Ejército se negó a reprimir las manifestaciones que demandaban su alejamiento del poder.
Severamente confiado y ocultando todo atisbo de duda, Mubarak nunca pareció percibir el profundo odio popular que generó en estos 30 años.
En un último intento desesperado por eludir lo inevitable, entregó sus poderes a Suleiman el jueves, pero se negó a renunciar antes de la elección presidencial de septiembre. Su mensaje tuvo un tono condescendiente que enfureció aún más a los manifestantes
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